A los 34 años, mis padres me presionaron sin descanso para que me casara antes de cumplir los 35, incluso amenazaron con quitarme su herencia. Harta, tomé una decisión audaz: me casé con un hombre sin hogar llamado Stan. Se suponía que sería un matrimonio de conveniencia: yo le daría alojamiento, ropa y dinero, y él fingiría ser mi marido. Parecía un trato sencillo.
Un mes después de nuestra boda, llegué a casa y me encontré con una escena completamente inesperada. La casa, que normalmente estaba desordenada, estaba impecable y el olor de un delicioso pollo asado llenaba el aire. En la cocina, Stan, que parecía limpio y seguro de sí mismo, estaba cocinando como un chef profesional. “Ya no quería vivir como un fantasma en esta casa”, explicó, revelando que solía ser subchef antes de que su vida diera un giro.
“No tenía idea”, dije, sorprendida por lo mucho que lo había subestimado. Nos sentamos a cenar y comenzó a compartir más sobre su pasado. Me contó cómo su vida se había descontrolado debido a malas decisiones y cómo terminó en la calle. “La gente puede cambiar”, dijo con una sonrisa.
Mientras lo escuchaba, me di cuenta de que Stan no era solo una solución conveniente a mi problema, era alguien a quien le habían dado una segunda oportunidad. Nuestro arreglo, que pensé que sería temporal, comenzaba a sentirse como algo más real. Lo había subestimado y ahora no podía ignorar cuánto había cambiado mi vida.